“Ese no es mi papá”, le dije a la mamá de mi compañerito, y así como lo dije di media vuelta y seguí meneando la cola. 

Por lo que me contaron, asumo que la anécdota tuvo lugar en algún momento de 1989. Yo estaba en sala de tres y mi hermano Lucio había nacido pocos meses antes. Me invitan a un cumpleañito, mi mamá era quien solía llevarme al jardín y por eso las otras madres no lo junan al viejo, que me pasa a buscar como lo haría tantas veces hasta la edad de los bailes en colegios y la matinée -momentos profundamente avergonzantes, a diferencia de este episodio que, si bien no recuerdo más que por relatos ajenos, siempre me fue contado en tono de risa-. El gesto y la frase quedaron para siempre en nuestra familia como una de las dos ocasiones en las que negué a mi padre, como buena (mala) apóstol que soy. La segunda fue poco tiempo antes o después y merece un relato aparte, que quizá alguna vez escriba. En esta oportunidad, quiero tirar de la punta de ovillo que ofrece mi respuesta: el llamado, la negación, la resignación ante lo irrefutable (eventualmente se comprobó que, en efecto, lo era, y tuve que abandonar la jodita), y luego, por fin, la decisión de aceptar que, como me dijera el querido Diego Rolón, lo que e’ e’ y lo que no e’ no e’

Ese sí es mi papá. 

El domingo pasado, exactamente una semana después de haber compartido el disco nuevo en esta página, lo estaba escuchando entero (es recién la cuarta vez que lo hago) y en el momento del final, en los últimos segundos de Las golondrinas, cuando aparece el silbido de mi viejo -al que con Guli le decimos el fantasmita- y se va yendo tranquilo, como satisfecho con la tarea cumplida, justo en ese momento, sonó el timbre. Nos sorprendió, no esperábamos gente. “No había nadie”, me dijo G. Nos preguntamos si a lo mejor serían los vecinitos de la cuadra haciendo ring raje, el día anterior también había pasado… Y/ pero, en el espacio latente entre la pregunta y la ausencia de respuesta, no pude evitar hacer otra conexión, y una vez que sucede ya no se puede deshacer: “es el viejo”. 

Digo conexión, porque la posibilidad de que lo fuera encontró sustento de inmediato en una serie de factores complementarios, además de la sincronicidad con el silbido. El hecho de que fuera domingo, día en el que se acostumbra a hacer o recibir visitas familiares, que estuviéramos recién empezando a comer fideos con tuco, y que no hubiera queso rallado -que yo no suelo tener en la heladera, pero del que mi viejo consideraría una tragedia prescindir-. Un instante después, la duda se había transformado en una sensación y ya tenía esta forma: “es papá, vino a almorzar tallarines y trae un pedazo de queso parmesano”. En lo que a mí me pareció un instante, que no sé cuánto puede haber durado, se levantó un viento fuerte, anunciando la lluvia que vendría más tarde. Antes de que se largue tuve que quedarme un rato cerca del portón, habitando la sensación en compañía de los perros y gatos, que parecían tan intrigados como yo. Para disimular me puse a acomodar el tutor de las margaritas, con sus tallos flacos tan expuestos a la ventolera, para que no se lastimen. El timbre no volvió a sonar.

 

 

 

En su maravilloso libro A la salud de los muertos, relatos de quienes quedan”, Vinciane Despret dedica muchas páginas a la duda, el espacio del medio, el intersticio¹. Tomando esa lectura como referencia puedo describir a la sensación, vehiculizada por una colección de signos y por la sincronicidad -que es un signo en sí misma-, como la posibilidad de que en el espacio del medio coexistan realidades -capas de la realidad- aparentemente opuestas, sin cancelarse unas a otras². Lo más probable es que alguien haya tocado el timbre y se haya ido, pero no lo puedo comprobar. ¿Fue un nene jugando al ring raje? ¿Alguien venía de visita a lo de une vecine y se equivocó de puerta? (Y/ pero) mi viejo también es alguien. Me apoyo en Vinciane para convencerme de que no es necesario despejar la duda; de que puedo, y a lo mejor quiero, vivir-con ella.

Si algo no quise hacer con Recordar/ Volver a pasar fue convertir a mi padre en una estatua, subirlo al pedestal, imprimir su recuerdo en piedra, arriba de un caballo, con un sable, o mejor, con un fusil y su respectiva bayoneta. No puedo evitar imaginarme el Monumento a Chacho y cuánto le habría gustado, aunque sea en joda y por un ratito, verse ahí. De la misma forma estoy más que segura de que le gusta, en tiempo presente, que haya hecho un disco que nos tiene a él y a mí como protagonistas, en una danza que es a veces animada y a veces triste, pero que siempre va para adelante. Ni él ni yo nos hubiéramos imaginado que esto -este disco- iba a existir, pero tampoco nos hubiéramos imaginado -ni él, ni yo, ni nadie- que se iba a morir en 42 días, deshaciéndose en metástasis en la cama de un hospital. 

Papá, que pudo haber muerto en la montaña diez veces, y diez veces más en sus años como corresponsal de guerra. Papá el roble, la persona más fuerte que conocía (o eso creía), papá el autopercibido Indiana Jones de las pampas. Las piernas de papá que subieron al Aconcagua dos veces, la espalda de papá que me cargaba en un arnés a todas partes, la cabeza de papá a veces tan dura como su mano, la mano de papá que podía dejarte la cabeza hecha un trompo si, según su criterio, te habías pasado de la raya. 

Papá el denso, el cursi, el desubicado, el infumable. Papá el violento, el violento, el violento. Papá el intempestivo, el incomprensible, el imperdonable. Papá el generoso, el atento, el compañero, el que aconseja con el corazón. Papá a los gritos; papá cantando. Papá del que huyo, papá que me da vergüenza ajena, papá al que no le contesto los mails, papá con quien paso horas hablando por teléfono. No me quiero olvidar, o más bien, no me puedo olvidar. No me conviene olvidar, es por mi propio bien, y la verdad es que tuve mucho miedo de que me pasara. Las canciones funcionan así, como ayuda-memoria, y la muerte al parecer también funciona así, como catalizador³. Es cuestión de vida o muerte recordar, porque si me olvido, si descarto, discrimino y me quedo con el papá-monumento, si no escribo todo lo que pueda sobre todos los padres que fue mi padre, en alguna parte, de alguna manera, como me salga, ¿cómo voy a saber de dónde vengo? Y si no sé de dónde vengo, ¿qué de nuevo puedo aprender? 

Entonces, en el espacio del medio entre un recuerdo y otro, quizás no haya contradicción entre amar muy profundamente a alguien y a la misma vez no seguir cada uno, o ninguno, de sus pasos. Si presto atención, a lo mejor, hay otras semillas en ese espacio vivo, oscuro, a la espera. Es una posibilidad. La conexión ya está hecha, y una vez que sucede ya no se puede deshacer. 

 

 

¹ Un intersticio es un “espacio pequeño entre dos cuerpos o entre dos partes de un mismo cuerpo”. Es sinónimo de hendidura, grieta e intervalo. 

² El capítulo 6, “Pensar vacilando”, comienza con una anécdota tomada de la tesis de la antropóloga Alexa Hagerty, que estudió la práctica de los home funerals en Estados Unidos, y el rol que allí cumplen las matronas de los muertos, especie de doulas pero para el otro extremo del camino. En el contexto de esa anécdota, dice la autora en la p.125, “Lo que hace Heidi [la matrona] no es explicar, menos aún racionalizar, es actuar sobre las maneras de pensar y sentir. Es cultivar el arte de pasar de un mundo a otro sin bascular o, para usar otra imagen, es hacer que se comuniquen maneras de pensar y de sentir heterogéneas y normalmente contradictorias e inscribirlas en nuevas relaciones. Es aprender a hacer coexistir. Los signos convocan a este ejercicio difícil”.  

³ Catalizador: [sustancia] Que acelera o retarda una reacción química sin participar en ella. [persona, cosa] Que atrae, conforma y agrupa fuerzas, opiniones, sentimientos, etc.